Entró a su habitación
para ponerle en la cara una almohada, hasta que su corazón se
parara. Y en cambio, lo único que hizo porque pudo fue sentarse a
los pies de la cama y amarla con los ojos toda y con toda su alma de
cosario viejo, de leyenda entre los suyos del pueblo en plena sierra:
Críspulo el tuerto, de apellido Cortés, hijo y nieto de alazanes
morenos que en la guerra del cuarzo y la taberna por las noches se
colgaban las orejas de los hombres del cuello y con los dientes,
hacían aretes de marfil para las putas de más allá de Malaguey. Un
animal, que andaba suelto por las calles buscando un pecho donde
hundir la navaja.
Nicole Brow había
decidido aquella noche festejar su soledad en la cocina.
Su hermana dormía
arriba, en alguna de las muchas estancias de la casa, ya, no se
acordaba de cuando fue la última vez que en vez de acostarla un
sirviente, era ella quien aún la llevaba de la mano al cuarto rosa,
sí, puede que en el fondo fuera rosa. Y en cinco minutos de Cartier,
estaría muerta, muerta y fría y seca como el ramo de una novia de
bambú.
Y entonces sería más
asquerosamente rica y asquerosa y absolutamente todo giraría
alrededor. ¿Que podría hacer una niña de seis años con aquella
montaña de dinero? En cambio ella, podría ser reina. Al fin y al
cabo, sólo era su hermanastra, un fruto que su padre, poco antes de
que un cáncer de pulmón se lo comiera, le había dejado en
propiedad junto a la herencia familiar.
Críspulo Cortés, un
tuerto cubano de dos metros con sombrero de alas anchas y los labios
cortados por la sal, bajaría de uno a otro momento las escaleras
asintiendo levemente con la cabeza que efectivamente ya, podía
coronarse emperatriz porque la niña, había dejado de respirar y que
las llaves, de industrias Brow and Brow, estaban sobre la mesita, a
su entera disposición.
Le había conocido en
una, de esas nuevas discotecas de Londres, donde por algunos miles de
dólares, podías ver como le partían las piernas a un tío y luego
casi le arrancaban la cabeza a hostias del sitio hasta que se le
quedaba colgando de un lado babeando espuma blanca sobre las
carísimas alfombras del local.
Aquella misma noche,
mientras Críspulo Cortés de lavaba las manos, le pidió que la niña
no tenía porqué, sufrir demasiado: “Mañana. A las siete.”
Críspulo bajó las
escaleras con la niña en los brazos. A las siete.
Tenía las mejillas
rosadas y la boca entreabierta, como si alguien la hubiera besado, y
al poco, abrió los ojos y dijo en voz baja que había visto, un
Centauro, y luego, volvió a dormirse en algodones mientras Nicole
dejaba caer de entre sus dedos un cristal de bohemia que estalló en
mil pedazos contra en suelo de mármol.
“Seré como su
sombra-le dijo a Nicole como un trueno del cielo-, para absolutamente
siempre”.
Y en aquel mismo instante
fue nombrado teniente, a cargo y custodia de aquel ángel descalzo.
“O le arranco a bocados
los fuelles del alma si la toca, algo que no sea el viento”.
Se puso un uniforme de
pirata barbado, una corbata absurda con pájaros cantando, y una flor
en el sitio, donde alguna vez le había latido el corazón.
-¿Tiene frío señorita
Clarisse?
-No.
-Deberíamos irnos. La
marea está subiendo.
-Tal vez esté,
maldita,¿no crees Críspulo? Como en esas películas. Tal vez ni
todo mi dinero pueda arreglar que los chicos que me gustan
desaparezcan de repente de la faz de la tierra. Tengo dieciseis años.
Necesito cosas.
-Póngase esto...