He alcanzado el nivel
naranja. No sé si es mucho; pero sé que es suficiente. Sobre todo
si lo comparo con el color mierda de mi vida hace no mucho. O el gris
que nublaba mis días no hace tanto. Sin ir más lejos con el verde
que emanaba como un geiser así, a ratos, tanta esperanza. Sin saber
si. Sólo queriendo, queriendo que. La esperanza está bien. Pero es
mejor el movimiento-aunque se quiera mucho, a veces, la esperanza
nunca es suficiente-, la acción, el resultado. Se acerca más a
estar vivo que vivir de mirar nubes. Se acerca más a las nubes, de
hecho.
Ayer fuimos a ver a mi
madre.
“No me conoces mamá.
No sabes una mierda de mí. Te has perdido lo hermoso que soy. Llevo
media hora cenando contigo y ya me quiero ir. Me pregunto qué hace
que yo sea tan poco importante para ti.”
Soy pura energía, me
digo. Soy un hijoputa. Tú puedes, me repito mientras mastico.
“-Esto es para que
vayas a la peluquería”. Y dejo el billete sobre la mesa. Para
demostrarle a una mujer que nunca me ha abrazado que sólo hay una
manera de hacer las cosas bien.
Allen me mira complacida,
de que el mismo hombre que la muerde hasta que le salen cardenales en
las tetas, tenga un corazón ahí dentro.
Allen sí me abraza. Me
abraza como a un árbol y me dice cosas al oído. Siempre cierro los
ojos. Me dejo caer y cierro los ojos. Y la escucho decir las cosas
más bonitas que me han dicho en mi vida. Y cuando los abro, sigue
allí.
Los trenes no pasan una
sola vez. Pasan muchas. Tal vez no el mismo siempre. O no a la
misma hora. Allen fue un trenecito de vapor entrando por la vía
nueve. Yo apenas un saquito, de huesos esperando en la estación.
En el nivel naranja no
hay promesas. La promesa en sí no puede calificarse como acto, si no
como un absurdo e irrefrenable deseo de inmortalizar lo que ni
siquiera ha ocurrido aún, elevando algo tan abstracto como el
futuro, a una quimera, a una probabilidad entre un millón. Por
ejemplo morirse. Si ya no estás, si algún día. Te lo prometo. Pero
nadie se muere. Ni te baja la luna. Ni pollas de esas.
No hay miedo. El miedo
actúa como depresor de la velocidad, inquieta e induce al desatino
de la locomoción, provoca el advenimiento, poco a poco en ti, del
fracaso. De las noches llorando bajo las sábanas. De los días sin
comer. Del no me tengo. Del se acabó.
Ponte una pistola en la
cabeza. Seguro que cambias de opinión.
No hay perdón. No si
quieres pasar a otro nivel. Y yo quiero. Quiero brillar. Un día.
Antes de morirme.
Tengo una lista de las
cosas que hice mal. Es una lista larga. Muy larga. Fue porque un día
me quedé sin excusas. Y me miré al espejo y el tío del espejo me
dijo que quién coño era yo para andar por ahí como si fuera el
rey del universo. Partiéndolo todo como si fuera mío. Pisando el
césped y cortando margaritas de raíz. Y vi mi rastro. Y lloré
mucho para nada. Y aquel día compré una pistola.
Y ahora estoy en el nivel
naranja. Me parece increíble. Y aún conservo los dedos de los pies.
Y algo de pelo. Y estoy más cerca. De cualquier cosa. Sí, el nivel
naranja está bien. Al fin y al cabo fui el tío que inventó aquel
puto planeta. Lo que yo quería, no era de este mundo. Aunque en
realidad lo que pasó fue que nunca me rendí.
No hay pasos en falso.
Hay que.
Como si te hubieran
metido una granada en la boca.