“-¿Eso se para
solo?”.
“Eso” era la música
del móvil. Acabábamos de follar y así, bajo la luz de la luna que
entraba de la calle por la ventana, en pelota picada y medio muertos
sobre las sabanas azules, de gusto, ninguno de los dos iba a mover un
dedo ni aunque fuera a acabarse el mundo en cinco minutos A lo más,
apenas si movíamos con esfuerzo los labios para comunicarnos:
“-Sí”.
Mentira. Aquella mierda
tenía recién cargada la batería, y en la carpeta de música había
canciones para el resto de mi vida. Por eso lo primero que escuchamos
cuando abrimos los ojos fue una de Vetusta Morla, que hablaba del mar
y las mareas, y de cuantas cosas trae a la orilla si sabes esperar a
que amanezca.
“-Tengo hambre”.
Y se puso a comerme la
polla para desayunar sin que me hubiera dado tiempo ni siquiera a
esbozar un buenos días.
A la hora del almuerzo
aún me temblaban las piernas.
“-Anoche, mientras el
viento movía las cortinas, supe de pronto por qué”.
No soy muy listo. ¿Pero
por qué qué?
“-Por qué te quiero”.
Interesante...
“-Necesito que alguien
me cambie las bombillas. Que baje las bolsas de basura y que de vez
en cuando, me diga bonita. A las mujeres nos gustan esas cosas.
Alguien, que se meta en la cama oliendo a limpio, y nos frote los
pies, y nos pregunte, si estamos dormidas. Tienes que arreglar otra
vez el grifo de la cocina. Gotea. Y cuando no estás, parece un
reloj, y de esperarte, se me mete la cabeza en las rodillas y me
pongo a pensar cosas extrañas, sobre camiones que pasan por encima
de ti o, si un extraterrestre te ha llevado, si te ha partido un
rayo, si, no sé, te ha tragado una ballena.
Te quiero porque siempre
vuelves. Como un perro. A mí. Incluso cuando te enfadas y me juras
por tu madre y por los muertos de los muertos de los muertos de tu
padre que no vas a volver. Por la virgen del Carmen. Por el mismísimo
Batman. Y que guapo te pones. Y cómo se te hinchan las venas del
cuello y de los ojos te salen esas cosas ardiendo. Y qué poquito
tardas, en llegar por la espalda y abrazarme y decirme al oído que
eres tonto, que dónde, vas a ir tú sin mí, si sin mí ya no hay
más sitio donde ir que cuesta abajo. Sin sin mí vas a perder
catorce kilos; si sin mí, te vas a morir.”
Luego cogió una fresa
del frutero, la puso entre sus dientes, y mirando como un gato
cualquier punto muy lejano allá en el infinito, la partió en dos
como a un velero en mitad de la tormenta.