En noches como esta-tan
largas...-Hipólito no acierta a remediar ni lo pretende arrodillarse
a uno cualquiera de los dos lados de la cama y hurgar entre las
sombras como un oso hormiguero con todos los dedos de la mano
abiertos como anzuelos la caja de zapatos donde un día, puso a salvo
sus mejores recuerdos.
En noches como esta-tan
oscuras-, Hipólito apoya sobre un quicio las muletas, se sienta en
la cocina delante de un té recién hecho y con las gafas del cerca
clavadas en el entrecejo levanta la tapa de cartón con la delicadeza
de una gueisha, la posa como a un pájaro a su izquierda, bajo la
flama de una vela de esas que huelen a vainilla y bailan minué por
las paredes al compás de los tic tac del corazón, y como de una
chistera, va sacando de una en una postales de Ginebra, Budapest,
Sevastopol o Praga. De cuando el tren aquel con una larga cola de
vagones como velos de novia cargados de elefantes, jirafas, leones, y
tigres de Bengala. Bailarinas siamesas; payasos, forzudos; caballos
españoles. De cuando media Europa se rendía a sus pies: “¡...
en la pista número cuatrrrrrro, desde Polonia, a una altura de... y
sin red...!”
El ángel de Cracovia.
Triple salto mortal de los delfines. El mejor trapecista del mundo.
En noches como esta tan
amargas.
Algunas de las fotos
llevan besos, como un matasellos, estampados en una esquinita. Ya no
huelen a carmín; pero si escuchas, te acuerdas del nombre de la
chica y de cómo le brillaban los ojos y los dientes tan blancos y
aquella sonrisa delante de la cámara. Algunas le pedían una firma
en el cuello de sus camisas y otras en tu casa o en la mía. Pero él
nunca aceptaba. Ya tenía lo que quería.
Hay una donde está con
Joe DiMaggio. Cincuenta y seis juegos consecutivos. Ciento treinta y
dos carreras anotadas. Veintinueve homeruns en la primera temporada.
Con los Yankees claro. De New York.
En otra sostiene a Litle
Coco sobre los hombros. Coco medía medio metro poco más, y era
petirrojo. El enano más feo que había visto en su vida. Actuaba
entre número y número dando volteretas y haciendo malabares con
huevos de verdad, y si hacía falta, metía la cabeza entre las
fauces de los grandes cocodrilos, o salía disparado de un cañón.
Pero lo que más le gustaba, era saltar del trampolín y caer dentro
de un vaso de agua. Coco estaba liado o algo con Corina. Le vio salir
del vagón de la funambulista un par de veces, bregando con la
cremallera y con cara de haber estado por lo menos, en el cielo con
Corina.
Hay recortes de periódico
donde está volando. Suspendido en el aire como un crucifijo a
veinticinco metros sobre el suelo. Donde su vida dependía de Fred.
De las manos de Fred. De los reflejos de Fred. Al otro lado. Colgando
como una araña boca abajo.
Los chicos de la orquesta
lo habían advertido: “Se miran demasiado. Desde demasiado
cerca. Cuando no estás.”
Dos
hombres.
La
misma mujer.
Solían
pasear después de la actuación por la feria de la mano los tres
juntos. A Muriel le encantaban aquellos cucuruchos con cereza sobre
una enorme montaña de nata y disparar a los patos de plástico con
una escopeta con balas de corcho. Era muy buena. Actuaba en maillots
y tiraba cuchillos de acero templado a una manzana roja que su
hermana se ponía en la cabeza hasta que la partía justo en dos por
la mitad y caía al suelo haciendo clok y clok y el público, se
levantaba de su asiento y aplaudía sin parar.
Se
reían. Se reían mucho. Se reían los tres de todo todo el tiempo y
brillaban como faros en aquel universo de luces de colores y ruido,
como estrellas fugaces de atracción en atracción hasta que se
quedaban apenas sin dinero para un croissant con mantequilla en
cualquier cafetería que estuviera abierta de las cinco en adelante
de la madrugada. Eran perfectos. Hasta que un día Hipólito le dijo
a Fred que Muriel estaba embarazada. El mismo día que Fred le dijo a
Hipólito que ya lo sabía. Aquel día se miraron con hambre y
dejaron que un silencio pesado como bolas de billar hiciera el resto,
y al día siguiente, ya no eran los mismos.