Querido Guideon- aunque
en mi boca suena amor, dos puntos: me han llegado los papeles del
divorcio. Iba a poner aquí unos puntos suspensivos; pero prefiero ir
al grano, porque ¿sabes, querido Guideon que en mi boca suena amor?:
no quiero firmar esos papeles.
Miro a Baxter y Baxter
mueve el rabo. Te echa de menos. Cuando llama el cartero, por
ejemplo, va corriendo a la puerta a ver si eres tú. Y nunca eres tú.
Así que vuelve a su sitio y se tumba y pones esos ojitos. A veces
hablamos de ti. Baxter y yo. Y ayer la vecina me preguntó que cómo
estabas, que si ya lo habías superado. Dice que eres un buen chico.
Todo el mundo dice que eres un buen chico. Eso pensé la primera vez
que te vi. Y que vivir te daba miedo. Pero allí estabas. Tan tonto,
tan complicado, tan mirando tan lejos que parecías un barco a punto
de zarpar. Quise besarte a los cinco minutos. Mi café ni siquiera se
había enfriado. Porque yo te quiero Guideon, no soy estúpida ni
estoy equivocada,y, nunca necesité un por qué. Sólo te quiero.
¿No es fácil? No tengo las respuestas que tú buscas.
Además no funciona la
lámpara de la mesita. Le he cambiado la bombilla, pero nada. A ti se
te da bien arreglar cosas. Amas las cosas rotas. Te gusta darles
vida. Crees que todo merece otra oportunidad. Ya sé que para
nosotros sería la oportunidad 524. ¿Y qué? Tal vez funcione tener
una oportunidad todos los días. Que sea la oportunidad 22327 y aún
sigas ahí. Haciéndome la vida imposible.
Nos los has cerrado. Pero
no es culpa tuya. Si los cierras, no podrás leer lo que viene
después-precisamente esto-, y en algún momento, te habrás
preguntado para qué. Seguramente también habrás experimentado, por
un lado cierta desconfianza. Nadie quiere sentirse indefenso. Y por
el otro, curiosidad. ¿Que pasará si los cierro? ¿Alguien me meterá
la lengua en la boca? ¿Seré millonario? ¿Iré pronto al mar?
Y la cosa se pone
interesante.
Tal vez y a pesar de que
ya llegas tarde o que tu agenda está repleta o tal vez porque te
importe una puta mierda pero no tengas otra cosa que hacer, cierras
los ojos, otra vez.
Y vuelve a pasar nada. No
parece tener ninguna utilidad y el bus, ya llega a la próxima parada
o se te quema el pollo al horno o tal vez te pillo salvando el mundo.
Acabas de perder un minuto de tu vida. Por mi culpa. Sírvanse.
¿Y si te digo que si
cierras los ojos...y pongo estos bonitos puntos suspensivos?
¿Perderías un poco más de tiempo? ¿Harías café? Si has llegado
hasta aquí, en el párrafo siguiente, sabrás por qué:
Porque tienes sueños.
¿No te acordabas? Porque te gustaría. A saber qué. Porque no te
has rendido. Todavía.
Las instrucciones para
soñar que continuación detallo no son de mi cosecha. La culpa
tampoco, ya estoy demasiado ocupado con las mías. Las aprendí de un
niño de seis años que tocaba el banjo sentado en los escalones del
porche de su casa. Yo, como siempre, pasaba por allí:
-Nadie podrá decirte lo
que tienes que soñar. Tus sueños, no son mejores ni peores que los
de otros. No importa si quieres ser cantante o un broker de Wall
Street, una buena persona o algún hijo de puta con nombre y
apellido. Tú sabrás.
-Si vas a soñar, aceptas
los términos y condiciones: todo es posible.
-Firmar un contrato
contigo que te exima de toda responsabilidad. Porque volverás a
abrir los ojos, y la vida, seguirá donde estaba. Tan dura. Tan
grande.
-Soñar no es gratis. Hay
quien vende su alma al diablo. Hay quien llega a matar. Soñar es un
artículo de lujo, al alcance de muy pocos.
¿Te acuerdas de él o de
ella o te cuesta respirar? Sueña. Porque aunque nunca volverá,
aquel día de lluvia bajo los soportales siempre será tuyo. De nadie
más. ¿Por qué vas a olvidar el sabor de su chicle de fresa? ¿Cómo
sus manos te buscaban la carne por debajo del jersey? ¿Porque te
hace daño? ¿Más que no sentir nada? ¿Que acostumbrarte?
¿Querías ser astronauta
y en cambio aún sigues en el suelo? ¿Dónde está aquella casita
blanca con ventanas? ¿Qué me he perdido? ¿Podré tener hijos
después de la operación? ¿Soy un zombie?
¿Qué coño es esto?¿Una broma? Esto es el fin, hemos
pensado alguna vez. En cambio los sueños, siguen ahí. Esperando.
Cómo si fueran lo único que en realidad nos mantiene vivos. Aunque
nunca se vayan a cumplir. Soñar es eso de delante que llamamos
camino. Tal vez no te lleve donde quieres. Pero te sacan de aquí.
Nota importante: soñar
siempre despierto.
Recordatorio: no borrar
del diccionario la palabra cobarde. Tal vez nos sirva en adelante. Ya
sabes para qué.
Reclamaciones: todo el
que quiera puede escribir la palabra hijoputa en la sopa de letras de
esta noche y acordarse de mi nombre. Soy capaz de soportar tanto
amor.
Si has llegado hasta
aquí, ¿qué haces todavía con los ojos abiertos?
A veces subo al metro
sólo para asegurarme de que aún sigo vivo. Me quedo mirando a la
gente, pongo a sonar esta canción , subo el volumen y el tren nos
mece, a todos, hacia algún sitio al que tal vez ni siquiera vamos a
llegar. O sí. Nunca lo sabes. Y lo que ves es más hermoso entonces
de lo que puedes comprender, aunque sería algo parecido a ir en el
mismo barco. Atravesar esa marea llamada fin de mes, ver dormir a tus
hijos, llorar a tu padre en navidades... este es justo ese momento en
que la vida podría descarrilar, y justo en la cresta de esa ola,
justo antes del Tsunami, somos todos lo mismo. Ni mejores, ni peores,
ni de Messi o de Ronaldo. Somos muertos. Y todos los muertos son
iguales. Y entonces pienso, sí hay que morir para entenderlo. Para
abrazar a otro. Para que todas las palabras bonitas de todos los
coranes y biblias y libros de Coelho y memes del mundo se hagan
realidad. Miro a la gente mandar mensajes a otra gente con sus
teléfonos móviles e imagino, en cada sonrisa, un ya estoy llegando,
un te echo de menos, un qué hambre tengo y un pues no he hecho nada
de comer y un vale, pues pedimos una pizza, y, ya imagino a qué
huele, a qué debe saber al calor de una estufa mientras miras la
tele e intentas decirle por debajo de la mesa con el pie, estoy
deseando acostar a los niños para ya sabes qué. Miro a la gente y
pienso, aún tengo tanto que aprender de vosotros y, me bajo en la
siguiente y me subo el cuello del abrigo y me pierdo entre las calles
más estrechas que encuentro, con algo de esperanza sonando en mis
bolsillos.
Marlene se ha
desabrochado los botones de la camisa, todos, y se ha hecho una cola
en el pelo. Tiene un dedo metido en la boca. Así que está claro,
que en exactamente tres segundos, Marlene le saltará como una rata
encima y le morderá la cara y le dirá...
uno...
Dos...
Tres.
-Ya no te quiero.
Un momento.
(¡Hey!...¡Pssss! ¿Qué
coño le pasa al guionista? Esto no va aquí, joder. A ver si estamos
en lo que hay que estar)
Marlene se ha
desabrochado la camisa y bla bla bla y slurp slurp y ñam ñam y ella
le dice: “Me duele aquí, cúrame”.
-Pregúntame por qué,
Peter...
Disculpen...
(¿Es una broma no? Se
supone que aquí iba la ropa por el suelo y toda esa mierda y esos
ruiditos tan, raros, que se hacen cuando se practica sexo y...)
-Te estás saliendo del
guion Marlene...improvisa joder, hay un montón de gente mirando.
-Pregúntamelo Peter.
-¡Alguien podría a
decirle a los de iluminación que bajara la luz!, me estoy quemando
las pestañas con esta puta luz. Y que traigan un vaso de agua. Por
dios, Marlene ¿qué coño te pasa? ¿Estás llorando, en serio? Toda
esa gente ha pagado para verte el blanco de los ojos, Marlene. Ese es
tu trabajo.
(Haré como que esto no
está pasando. Es lo que siempre dice mi psicólogo. Encenderé un
cigarrillo, y me iré por un agujero hasta la alcantarilla más
cercana)
-Pregúntamelo.
-Intento sobrevivir,
Marlene, como cualquier personaje. ¿Por qué me haces esto? ¿Quieres
que te pregunte? ¿Crees que, no tengo corazón? ¿Es eso? Está
bien. Está bien. ¿Por qué? ¿Por qué- de repente, en plena
función-ya no me quieres?
Ya sé que sólo era la
bañera; pero incluso había puesto a flotar dos cubitos de hielo que
hacían de Icebergs y aquello parecía el Atlántico. Mi muñeco
Geyper-man-buzo hacía primero una revisión de todo: bombonas de
oxígeno llenas; gafas; reloj; un cuchillo de acero...y después se
tiraba a un mar de espuma de gel de baño y se hundía en las
profundidades en busca de estrellas de mar. Eran de plástico y
estaban muy pegadas al suelo. Mamá las había comprado hacía poco,
para que no nos resbaláramos al ducharnos. Pero yo hacía así con
la uña del dedo, y salían, y entonces las metía en la bodega de un
barco que era una esponja con un lápiz clavado y una hoja de papel,
y cuando tenía tres o cuatro, daba por terminada la misión y ponía
a secar mi Geyper-man en la terraza, y miraba a lo lejos, al día en
el que fuera grande y mamá me dejara llegar a casa tarde y me diera
tiempo a volver de la Atlántida.
Quería descubrirlo todo,
quería saber qué había dentro, cómo funcionaba, qué extraño
mecanismo hacía girar las muñequitas rusas o dónde se escondían
los músicos dentro del tocadiscos, quería saber por qué los
mayores cerraban a veces la puerta de su cuarto y qué ley era
aquella de porque lo digo yo, quería ir al cielo, y enseñarle a mi
abuela los zapatos nuevos y que me diera una peseta para chucherías
porque estaba muy guapo y me preguntara que si ya tenía novia y yo
le contestara lo de siempre, que no abuela, que a los exploradores se
los podía comer un oso, o un caimán, o se podían caer de un
barranco o de un avión en pleno vuelo. Con algunos años más tal
vez le hubiera dicho, soy el novio de la muerte, abuela, como los
legionarios; pero a aquella edad sólo me salía decirle que no
abuela, que ya había intentado saber por qué las niñas hacían tic
tac como por dentro y me habían castigado sin recreo por subirle la
falda a Carolina.
Era más fácil cuando
Marilú-la arañita parlante-, andaba colgada de un hilo en el cuarto
de baño, usando todo el tiempo la palabra “deberías”. Deberías
esto, deberías lo otro. Echo de menos perseguirla con la zapatilla
en la mano por toda la casa. Buscarla debajo de los muebles y en el
polvo de las lamparas, y aplastarla. Si le hacía caso y salía mal,
podía echarle la culpa a ella. No pasó nunca; pero si alguna vez...
Esta noche he soñado con como se llame. Yo estaba tomando café, a
mi rollo, y de pronto se ha sentado en la silla de enfrente y se ha
puesto a mirarme con los brazos cruzados encima de la mesa y una
bonita sonrisa en la boca. Su boca me recuerda a la boca de la
Elizabeth Bennet de Orgullo y Prejuicio Zombie.
Pero es trigueña y lleva el pelo muy corto. ¿Y tú quién coño
eres?, me pregunto, mientras ella empieza a hablar aunque no se la
escucha entre el sonido de las cucharitas y la máquina de café
calentando la leche-me agarra una mano-, ni tampoco me interesa. Es
mi sueño y yo estaba aquí, tan tranquilo...
Me
hago pis hace rato; pero no quiero despertarme.
Más
tarde bajé a comprar el pan y a fumarme un cigarro y ver si veía
alguna hormiga por el suelo y, me he encontrado la perla de un collar
de plástico. Es verde. La meto en el bolsillo. Y he seguido pensando
en como se llame. En que quiso besarme. Y todavía no sé por qué.
Le dije que no, claro, porque yo soy así de simpático. Que no, que
no. Que no quería que nadie me quisiera. Y entonces se subió la
camisa y me enseñó las tetas. Parecían de pan. O pasteles de
fresa. Pero que no.
No
aguanto más y voy al baño.
Cuando
vuelvo a la cama cierro los ojos y la busco. Y tampoco sé por qué.
Sé que mi cepillo de dientes está, tan triste, ahí, y tan solo, en
ese vasito.
Era el momento perfecto
para amarla-pijama de ositos, toalla en el pelo, recién emergida del
baño-, era la luz que entraba por debajo de la puerta y la lluvia
era bonita detrás de los cristales, recién follados, así y,
comiendo chocolate negro y entonces, metí un pájaro en la
batidora, dos o tres nubes, un día de abril y unos cubitos de hielo
para celebrarlo y se lo puse en un vaso y pensé, que en Riga la
lluvia eran puñales cayendo en picado y otra vez comencé a hablarle
de que cada día estaba más cerca del mundo subatómico, mientras
ella se llevaba a la boca la aceituna del Martini, que la respuesta
estaba dentro, más adentro, que no había conseguido ningún
resultado mirando el horizonte ni alejándome cada vez más del suelo
hasta flotar como una pompa de jabón por el espacio sideral, que
alguna gravedad desconocida e inevitable me impulsaba a ir ahora
hacia el interior de las cosas, cuyo interior, a su vez, estaba hecho
de otras cosas y a su vez de otras y así no sé si hasta algún
infinito y que las cosas más cercanas por ejemplo, tenían nombres
como: edificio, mercado de valores, árbol u hormiga u átomo u
núcleo u electrones, neutrones, protones, bariones, mesones y así
hasta llegar a los Quarks o a un leptón o a las partículas Tau y
poco más tarde a otras cosas que aún no tenían apellidos y, que
podía vivir comiendo una manzana al día o, un huevo, y sobre todo,
no creer que existía la felicidad tal y como la conocíamos. Que
algo había liberado a mi pesar en mí otros sentidos en algún
momento y podía ver a través de los volúmenes e incluso acertar a
pensar que alguno de ellos no eran del todo reales, y en cambio,
podía ver perfectamente otros que nadie más veía. Colores que no
se encontraban en el campo y olores que podían tocarse con las
manos, perfectamente como el pan o un higo. Que cuanto más lejos
llegaba menos importancia tenía. Que la magnificencia de lo que
observaba era tal, que era más grande que las más grandes
cordilleras montañosas y los más grandes imperios que el hombre
había construido. Que sus leyes y fronteras y promesas. Y que un día
me haría tan pequeño para poder pasar por todos aquellos recovecos
parecidos a ojos de aguja, que ya no volvería. Habitaría, de algún
modo entonces, un todo, formando parte, sin duda, de ti también,
solía decirle.
Le importaba una mierda.
Ella era más de andar por casa y un día, sin irme, me hice tan
pequeño que ya no volví. Me buscó por todos los cajones. Dentro de
la lavadora y en el bar y en el estanco. Pero yo sigo aquí. En todos
los sitios. En los vasos de agua y el polvo de los muebles. En cada
lágrima, o la primera luz del día.
Lo primero que haces casi
cuando quieres mucho algo-con los ojos cerrados-es ponerle un nombre.
Uno bonito. Corto. Que sólo sepas tú. Yo le llamé Totó, porque me
recordaba al niño de aquella película, con los ojos tan limpios.
Aunque lo cierto es que se llamaba Marco Antonio y era hijo de la
panadera y a veces la ayudaba en la tienda por las tardes después
del colegio. Así que yo veía a Totó casi todos los días cuando mi
yaya me mandaba a por el pan-porque antes se comía pan todos los
días- y todos los días, aquel momento era como pegar la nariz a un
escaparate para ver más de cerca aquellos zapatos que tú te
imaginabas en tus pies, tan rojos y tan brillantes como el lomo de un
delfín. Pero él no me veía a mí. Ni aunque me pusiera un lazo
celeste en el pelo a juego con el blanco del vestido o entrara en la
tienda toda brillantisísima como un lucero de noche de mayo o
carraspeara “aquí-aquí”. “Aquí, Totó”. Totó nunca
levantaba la cabeza de las latas de conserva de atún o de los tarros
de tomate frito o los sacos de nueces o alubias o lentejas cualquier
otra cosa donde pudiera refugiar sus ojos de los míos, y siempre,
hacía lo posible para que fuera su madre la que me atendiera. Aún
usaba pantalones cortos y se le podían ver las rodillas echadas
abajo de subirse a los árboles a ver nacer pollos de mirlo. Cecilia,
que también era amiga de una amiga de una amiga de Bea la que tenía
una prima mayor que estaba de novia con uno del barrio alto que
trabajaba en parques y jardines y que por eso coincidía en ocasiones
con Totó trepando ramas, Cecilia me había dicho, que a Totó lo
habían escuchado decirle a un pajarito que le gustaba una niña con
un lazo en el pelo. ¿De qué color?, pensaba yo, porque si no, me
miraría, a la cara, me hablaría, algo. Hasta las moscas se hablan
con las patas. No todo lo contrario. Yo no existía para él. Y
entonces tomé una decisión: se lo iba a decir. Mira Totó, eres el
niño más tonto que conozco y yo un día me haré mayor y a lo
mejor me gusta otro y yo, no quiero que me guste otro, así que he
pensado, que bla bla y bla y que si quieres ser mi novio desde ya,
desde ahora mismo, desde siempre. Tracé un plan. Tenía que
acorralarlo en algún sitio, donde no pudiera evitarme la mirada ni
hacer como que no me había visto, y el doce de noviembre de hace ya
tantos años, me levanté decidida como un soldado a ganar aquella
batalla y lo sorprendí en el portal de su casa cuando llegó casi de
oscurecida de jugar al futbol en el parque. Esperé un rato apoyada
en los buzones, como una ninja, y cuando fue a poner el dedo en el
portero electrónico, dije, “Hola Totó”. Y ya no dije nada más
porque Totó salió a correr como un demonio. Estuvo varios días sin
aparecer por la tienda. No fue al colegio. Cuando a los cuatro o
cinco días volví a a verle, miré a otro lado. Como si Totó se
hubiera muerto. Soy una niña muy linda, Totó, me merezco un prado
de flores con besos y que me invites a un paquete de pipas o me
lleves contigo a ese sitio secreto detrás de la tapia, que yo te he
visto, darle el biberón a una camada de gatitos. Mi madre me ha
dicho que no pase la vida acumulando decepciones. No sé qué de que
hay muchos trenes. Yo todavía no me he montado en ninguno. Será
bonito, seguro Totó, ver pasar las farolas sentada en mi sitio. Y
todavía me duele, Totó. Lloré mucho allí solita y hacía frío y,
estaba oscuro.
Lo maté por lo menos
tres meses, y una tarde que estaba Totó sentado en un banco y yo
pasé camino de la ferretería a por tornillos, me acerqué a hablar
con el muerto a ver que hacía:
“-¿Qué haces?
-Nada.
Y mientras hacía nada vi
las nubes pasar hacia el oeste en la niña de sus ojos.
-Los mayores no saben no
hacer nada ¿lo sabías?...
Empezó a hablar solo. Yo
no hice nada. Y tampoco entendía lo que me estaba contando y además
le odiaba. Mi madre decía que del amor al odio apenas había un
paso. Que no lo diera nunca. Pero yo di un saltito.
-...te gustaría,
¿verlo?...
Y dije que sí, claro.
Aunque no sabía qué, ni dónde estaba mirando.
Y entonces me cogió de
la mano y casi se me cae el lazo del pelo. Era tan suave que daban
ganas de comerse los deditos. Pero siguió hablando.
-Detrás del cielo, hay
tantas estrellas que no podrías contarla ni con los dedos de las dos
manos. Un montón. Y todavía más lejos y más detrás de las
estrellas hay dragones. Viven allí. En castillos con torres tan
altas que dan vértigo. Y más más allá, donde ya casi no te
alcanza la vista, vive el Principito. ¿Lo has leído? Yo tres veces.
¿Me perdonas? No quería salir corriendo. Es que me das miedo.
Porque me miras raro y...a lo mejor quieres besarme. Y si me besas te
quedarás embarazada. Y entonces tendremos que casarnos. Y yo...yo
quiero ser astronauta. Entonces estaría mucho tiempo fuera. En el
espacio y, me echarías de menos y yo a ti también y, a lo mejor ya
no querría ser astronauta...
Cuando quieres mucho
algo, acabas hablando en un idioma extraño.
-...y yo, yo, yo quiero
ser aztromauta. Mi badre dice ke estudie para bédico, o fontarnero o
señor con bihote. Zú me ghusthas. Eles la más votita de la clase.
A bezes me imajino a qué zave. ¿Tú no?
La primera vez que besé
a Totó fue en aquel parque.
Nunca he besado a nadie
más.
Aunque una vez, a los dos
años de viuda, un señor en el médico me insinuó que era una flor,
a mi edad, y que no le importaría tomar un café algún día
conmigo.
Mientras bajaba en
ascensor, pensé, con un sonrisa en los labios, si aquel señor
habría besado alguna vez un a un astronauta.
Hay un gato enroscado en
mi sitio del sofá. Le disparo. Sus sesos acaban cayendo como la
nieve sobre la alfombra, como el confeti de un cumpleaños, cubriendo
la habitación de un rojo satinado, muy bonito. No pensaba decorar la
casa todavía. Ahora tendré que cambiar las cortinas. Cuando se
seque la primera mano, buscaré otro gato para darle la segunda.
Tengo pescado en el
horno, por cierto. Así que en la pecera he puesto, un poco de tierra
y un hueso de aguacate. Era un pez pequeño, naranja, pizpireto. Le
puse un nombre, para romper el hielo cuando le daba una pizca de
comida con los dedos y él acudía a la superficie con aquellos ojos
grandes de pestañas rizadas. Creo que, se alegraba de verme y movía
la cola cuando me veía entrar por la puerta. Espero que no tenga
muchas espinas.
No sé si era esto a lo
que se refería Andy Warhol cuando aseguraba que siempre se podía
decir: “¿Y qué?”.
Abro la ventana y miro el
cielo.
Cojo un cigarrillo de un
paquete con una foto mía a todo color sobre una mesa de operaciones
con los pulmones destrozados y una enfermera susurrándome al oído
su número de teléfono, le veo, el escote y asiento con los ojos
antes de sumirme en el sueño benedicto de la anestesia. Debajo en
letras grandes dice: “Te lo dije”.
Y más abajo todo eso de
que fumar provoca cáncer.
Joder, qué bonito es el
cielo.
Me encantaría meterle
fuego a esta ciudad. Ver a la gente saltar por las ventanas y
estrellarse contra el suelo como huevos crudos. Mientras pienso en
Claire voy poniendo derechos con el dedo los cuadros del pasillo:
-¿Claire?
-¿Sí?
-He matado tu gato.
-No importa amor. Hace un
ratito que salí del trabajo. ¿Qué hay de cenar?
-Claire...
-No importa amor...¿Qué
ponen esta noche en la tele? Estoy deseando llegar a casa para que me
des muchos besitos.
-...Creo que voy a
tomarme un bote de pastillas azules...
-Las azules te harán
daño al estómago.
-...o a cortarme las
venas sentado en la taza del váter...
-¿Quieres que me pare en
la gasolinera a comprar helado?
-...y creo que he
mezclado ropa de color y ropa blanca y...
-Voy conduciendo, ya
hablamos en casa ¿vale?
-Ojalá choques de frente
con un rinoceronte en mitad de la carretera y salgas despedida a más
de veinte metros por el cristal delantero y te estampes de cabeza
contra un árbol.
Cuando voy por el carril
bici, pedaleando tararí tararí, no me gusta estar pendiente de
atropellar un niño con carrito ni una anciano ni un señor con
bigote leyendo el periódico ni estar zigzageando cacas de perro. Me
gusta silbar una canción.
Pero cuando voy por la
acera de peatón, o leyendo el periódico, aunque no tenga bigote, me
gusta caminar sin que ninguna bicicleta me saque el corazón del
sitio con su timbre o me pase por encima de los pies. ¿Qué culpa
tengo yo de ir distraído? ¿De que haya nubes en los charcos?
Lo mismo pasa con Genaro,
que hay que ponerse en su lugar. Vive en un coche abandonado. ¿Tú
te crees que a Genaro le importan dos cojones si sube el petróleo?
Si no se afeita hace tres años... ¿Que le preocupa si el champú
contiene alérgenos? Si le entran en el coche las ratas por la
noche... A Genaro le importa vivir otra semana. Ya no sabe por qué;
pero de algo se acuerda y le sigue gustando ver el partido por la
ventana del Bar, y ayer mismo, se encontró en la basura una
armónica.
Hay gente hasta para
comer mierda. De hecho, casi todos cuando éramos niños queríamos
meter el dedito en aquello a ver a qué sabía. Algunos lo hicimos, a
otros nos cortaron las manos y nunca más volvimos a querer tocar
algo. Y así es como comienza este cuento, sobre cómo cada uno de
nosotros guarda algún oscuro secreto:
Erase una vez, en el bar
de abajo...
-Buenos días. ¿Lo de
siempre?
Lo de siempre para Doña
Lola es un café descafeinado con sacarina y leche sin lactosa y una
tostada de york de pavo criado con mimo y música de Vivaldi en una
granja ecológica y por supuesto, pan integral, con pepitas de mijo y
tueste natural y amasado a mano. Y el café templado, por favor, y
una botella de agua mineral. De sierra, si puede ser, de cumbres
nevadas y castillo de Disney. Y antes de sentarse a la mesa, la mesa
de siempre, por supuesto el piropo de Juan, en nombre, por supuesto,
de todos los abuelos que todos los días se sienta en la mesa de
siempre a jugar al dominó:
-¿Dónde irá usted tan
guapa, Doña Lola, y tan de rojo?
-A llevar esta cestita a
casa de mi abuelita.
Doña Lola se pinta el
rabillo del ojo con escuadra y cartabón y un astrolabio, y las
pestañas, se las peina con pincel de pelo de bigote de caballito de
mar y las uñas, le relucen como azulejos portugueses de bonitas y en
las mejillas, dos soles naranjas. Y es tan mansa, tan pausada, a
Manolo le gusta, verla así, con las piernas cruzadas y esa mirada
tierna de vaca como pastando en lontananza. Manolo es viudo. Ya hace
tiempo que no:
-Aquí tiene, Doña Lola,
que le aproveche.
Ahora ella le mostrará
una sonrisa y el le responderá con otra y eso será todo. Como
siempre.
Doña Lola tuvo un novio
ya hace mucho, que la dejó tirada en el altar porque ella decía que
no se la chupaba, que le daba asco. Y desde entonces desayuna sola.
¿En qué estará pensando, algunas veces-se pregunta Manolo desde el
mostrador-que se pone tan guapa?
“¿Por qué no eres un
lobo, Manolo? ¿Por qué no me preguntas lo que llevo en el bolso?”
Doña Lola lo llama “El
destructor”. Mide 27 centímetros y funciona con cuatro pilas de
1,5 voltios.
“¿Por qué no me metes
en el cuarto de los trastos y me la metes por el culo, Manolo? ¿Por
qué no eres un cabrón conmigo y me tiras de las crines y me escupes
en la cara que soy una guarra? ¿Por qué no me comes el coño como
la tapadera de un yogurt con ese hambre de zombi?¿ No te gusto?
Levanta la cabeza del puto fregadero”
Está sola en el bosque.
Doña Lola está suscrita
a una revista de cocina. Todos los jueves un chico que trabaja en
correos llama a la puerta:
“-Hala, Doña Lola, que
la disfrute, seguro que hace usted unas cosas muy ricas”
No lo sabes tú bien,
cartero.
La misma noche que
Alfonso la plantó de blanco y se fue en un taxi a Segovia a casa de
una hermana, Doña Lola, que por entonces no la chupaba todavía, le
dijo a sus padres que ahora venia, que iba a llorarlo todo de una vez
y volvía. Cogió el coche y fue al polígono industrial por donde
pasaba todos los días camino del trabajo y donde había visto chicas
y travestis que ofrecían sus servicios casi en bragas. Se bajó del
coche. Preguntó cuánto. Y al minuto siguiente le estaba comiendo la
polla a un senegalés con las tetas muy gordas y unos labios
bellísimos. Se lo tragó todo. Volvió a casa y antes de bajarse del
coche y subir, giró el retrovisor hacia ella y le dijo: “Juro por
Dios que nunca volveré a pasar hambre”.
...que con el tiempo y en
contra de todo pronóstico, Dylan Mahoney no llegaría tan lejos como
decía él de pequeño señalando una estrella con la punta del dedo
mientras Evelyn se ponía el indice en la sien y lo giraba de un lado
a otro y le decía, que estaba loco y que por eso le gustaba; pero sí
llegaría a ser astrofísico, e incluso a formar parte del protocolo
Hamilton cuando este se activó porque el satélite Dédalo, recibió
una señal del espacio exterior. Y hasta conocería a Verónica, la
primera extraterrestre.
Lo mejor de los días de
clase, era salir de clase. Salían corriendo del colegio cogidos de
la mano y eran los primeros en montarse en el bus porque les gustaba
ese sitio- él había pintado en la ventanilla “Evelyn& Dylan”
dentro de un corazón con un rotulador y como ya hacía tres meses
que eran novios y aunque nadie lo supiera todavía, también había
dibujado una flecha. Y corriendo, salían del autobús y enfilaban la
colina y entraban en casa de Evelyn como un vendaval y piando mamá
mamá qué hay hoy de merendar y corriendo, cruzaban a casa de Dylan
con una tableta de chocolate negro y un pan bajo el brazo y como un
vendaval salían por la parte de atrás con una revista de papá
escondida debajo de la camiseta con fotos de la Loren enseñando por
la playa las tetas, mientras a lo lejos, ya, se escuchaba una voz que
decía, a lo lejos, “¿y cuándo piensas arreglar tu cuarto?”.
Hasta tenían un cuartel
general: la casa del árbol. Y una bandera o, la misteriosa
desaparición del mantel blanco de lino de la abuela. Evelyn le había
dibujado un Unicornio, que en realidad parecía una gamba, aunque
Dylan nunca se lo dijo.
Al principio se odiaban.
En segundo curso, Evelyn no hacía más que sacarle la lengua en
público o pegarle chicles en el pelo o esconderle los lápices en la
cisterna del váter o lo que se le ocurriera a ella aquel día, como
si no hubiera más niños en el cole a los que hacer la vida
imposible. Hasta que un día, Dylan, se levantó de su silla y dijo
en voz alta, he sido yo. Y era mentira. Había sido Evelyn la que
había puesto una chincheta en el asiento de la profe. Lo expulsaron
de clase una semana. Todos los días, Evelyn trepaba a la habitación
de Dylan por una enredadera y se sentaba en el marco de la ventana.
La primera vez Dylan se asustó, porque creyó que era un pájaro, o
un cometa, o una flor; pero la segunda la estaba esperando: “¿Quieres
ser mi novia?”.
Aunque no fue tan fácil.
Evelyn le impuso algunas condiciones:
“-Nada de besos. Ni de
llamarme linda ni nada de eso que hacen los de séptimo curso, ni...”
Después se escupió en
la palma de la mano y la extendió hacía Dylan y dijo “Jura”, y
juraron. Y automáticamente después, allí mismo, él en calcetines
de ositos y ella en falda plisada, Evelyn le dio el primer beso.
Porque le dio la gana.
A veces también iban al
río a pescar ranas, y aunque a Dylan le gustaba más disparar con
una escopeta de tapones de corcho a las libélulas, Evelyn siempre
acababa metida en el fango cortando lombrices por la mitad. Una vez
se comió una.
Otras sacaban de debajo
de la cama de Evelyn una caja repleta hasta arriba de pequeñas
pelotitas de goma e iban al puente a arrojarlas en la autopista y
cuando pasaban los coches, era todo un espectáculo verlas botar de
aquí para allá como en una máquina de pinball. Nunca supieron
cuántas de aquellas pelotitas acabaron en uno u otro sitio
cualquiera que viniera en los mapas. Una de ellas por ejemplo se
metió por la ventanilla de un Mustang y luego en el bolsillo de la
chaqueta de un piloto de la Pan Am que iba conduciendo hacia el
aeropuerto porque a las cuatro a.m., salía su vuelo a Hamburgo.
Durante los interminables
meses que siguieron a la repentina muerte de mi hermana Catherine
aquel octubre y por orden expresa de mi señora madre, hube entonces
de seguir un riguroso luto que incluía además del negro de una
falda de paño hasta el tobillo, una faz tristísima y los párpados
caídos y por supuesto, un minuto de silencio que acababan siendo
siete u ocho a la hora del véspero junto al cerezo donde habían
plantado el mármol con el nombre de la niña y dos serafines
tallados en cedro a cada lado con trompetas en los labios pintadas a
mano en pan de oro, o si estaba nevando, sentada junto a la chimenea
con las rodillas juntas y un severo mutismo de flor de jarrón que
apenas era interrumpido por el cambio de postura de los gatos
enroscados en un sofá estampado con motivos navales y mapas de la
Costa del marfil, porque todo, todo, era poco para honrar la memoria
de una cría, que sentada al piano con aquel trajecito de raso traído
de París y aquellos charoles en los pies brillantes como ojos de
ballena, parecía un ángel, qué pena, que su padre, se hubiera
traído del último viaje a la Guayana aquella fiebre rara "y
tú-decía mirando la pared-, todavía tan viva”.
Supermercado. Una y media
de la tarde. Caja nº 6. Cajera: Patricia. Me ha devuelto 2 euros de
menos.
-Perdona...
-Dígame.
Ella es joven. Yo no.
-Creo que me has dado dos
euros de menos.
El creo es retórico.
Puro trámite. A veces soy amable. Son 11,90 y me ha dado el ticket
y 6 con diez. Faltan dos euros.
-Yo...no sé...¿seguro?
Seguro no hay nada en el
mundo Patricia. Pero sí, porque:
-¿Estás pensando en
Carlos?
-¿Cómo dice?
-¿Se llama Carlos no? El
que tienes tatuado en la muñeca. El que te ha regalado ese collar-
“Patricia”. En letras doradas-, que por cierto, no es de oro, es
chapado y por eso te hace, esas, pequeñas rojeces en el cuello. Un
tío que te regala bisutería-¿te dijo que era oro?- no merece que
llores por él.
-¿Quién es usted? ¿Un
amigo de Carlos? ¿Le manda él?
-No he visto a Carlos en
mi puta vida. Pero has llorado hace poco. En el baño. Todavía
tienes rimel en el cuello de la camisa. Y los ojos rojos. Y no es
rojo ordenador. Y te sale un paquete de clinex por el bolsillo del
pantalón. ¿Cuánto hace que habéis terminado? ¿Cinco días?
A la señora de atrás
mío le falta un segundo para soltar por la boca dios sabe qué:
-Oiga, que hay más gente
esperando y tengo mucha prisa.
-Señora, no la está
esperando nadie. De aquí se va usted a jugar a las tragaperras, con
esos dedos sin huellas digitales casi, de andar con moneditas todo el
día, por eso su marido no le habla, porque se lo gasta usted todo en
lo mismo y por eso se lo hace callar al hombre con cerveza en pack de
seis. Y luego comen alubias de lata calentadas en el microondas, esas
exactamente, y después ve su serie favorita mientras su esposo ronca
como un cerdo su sueño dorado, que era ser otra cosa que esto; pero
claro, de eso hace tanto, de los sueños, ¿verdad? Los sueños se
fueron al carajo cuando nació el tercero, las horas extras, las
pocas ganas de levantarse de la cama, ¿para qué? Si ya no hablaban,
si la vida se había convertido en hacer de comer para siete y mirar
por la ventana.
Y además, señora,
Patricia está preñada. ¿Se lo habrá dicho a Carlos? ¿O se lo ha
dicho y por eso la ha dejado en la estacada?
-Sólo mi madre sabe que
estoy embarazada.
-Ahora ya no. Te llevo
viendo tiempo y te aseguro, que esas tetas no son las de antes. Son
tetas de preñada. Y la forma de tu nariz ha cambiado, y esos,
granitos en la cara y, perdona, pero ese botón de la camisa va a
estallarte, ahí, justo a altura del ombligo.